w a l k o n e a r t h es el lugar donde desahogo mi conciencia y aplasto mis frustaciones. También lo hago en otros lugares, pero me pagan por ello...



sábado, 26 de noviembre de 2011

CRÓNICAS AMERICANAS | 3ª Parte. Haití, la gran mentira.

 © Alfons Rodríguez. Una mujer se peina en el campamento de Martissant.
 

Tragicomedia. Surrealismo. Daliniano. A lo David Lynch, vaya.
Frednel, el chaval que me conduce por las calles – en algunas vías es muy pretencioso llamarlas así- de Port Au Prince, Petion Ville, Mariani, Carrefour o Leogan entre otros barrios y ciudades, parece que en vez de moto tenga una prótesis con ruedas. Neumáticos  en vez de piernas. Maneja entre coches, motos, camiones, autobuses, tap-tap (taxis compartidos), seres humanos, escombros, charcos de agua putrefacta, kioscos y sacos de carbón como si fueran sus extremidades. Acelerones, frenazos, ras, ras… Entre milagros y sustos pasamos 7 u 8 horas respirando un humo negro que me deja el pelo y la piel como un estropajo usado.
Mis ojos no ven apenas nada y suerte del bendito autofocus.
Camiones y motos que tocan el claxon sin cesar. Coches oficiales que atruenan a la tropa con sirenas estridentes. Charcos que explotan en una lluvia negra que, a modo de metralla líquida, pone a todo dios perdido. Montones de basura y tuberías rotas. Gritos, música, llantos. Más sirenas.
Oraciones y emociones en los muros derrumbados por el terremoto.  Lamentaciones. Plazas y jardines ocupados por los desalojados de la Madre Tierra, los olvidados de Sweet Mickey, que es como se conoce al popular cantante haitiano que ahora, con fraude o sin fraude, es el actual presidente de Haití: Michel Martelly. Hay que joderse. De cantamañanas a tener el destino de millones de personas en sus manos, o mejor dicho en sus bolsillos.
Un hombre sostiene unas gallinas del cuello, otro orina en una tapia. Más allá un loco pasea desnudo y se rasca la cabeza. Vendedores de todo. Chabolas. Crisis a ellos. Ja!.
Una chica asoma desnuda de cintura para arriba. Ébano. Belleza y horror otra vez,
en un balcón que está a punto de desmoronarse.
Vehículos de Naciones Unidas, impolutos, cruzan omnipotentes entre el polvo y el caos como si nada. Alguien quema neumáticos y dificulta aún más la respiración. Me parece que a estas alturas ya no respiro, expiro. Unos cuantos milagros más hacen que no me crujan unos cuantos camiones. Frednel le sigue dando. Dando a saco. Y gracias que es así. Aquí el tráfico colapsa la ciudad durante todo el día.
Carreteras abiertas en canal y sus cicatrices, casas en ruinas si te acercas al epicentro de aquel 12 de enero de 2010. Maleza que arropa los restos de un club de alterne castigado por el temblor. En sus paredes todavía se dibuja, cutre y sórdida, una esbelta figura femenina que recuerda como se desataban pasiones antaño, en aquel, hoy, oscuro lugar.
Uno jóvenes  me avisan con mirada hostil de que si sigo haciendo fotos toda su magia negra caerá sobre mi. Casi 600 mil personas que habitan entre plásticos y maderas, sin hogar, sin suerte, sin porvenir, en más de 800 campamentos precarios. Un agente de tráfico, que parece un SWAT, amenaza a gritos, con su pistolón, a un pobre motorista que lo observa atónito. Acojonado. Si en España fuera así, deduzco que habría menos capullo con un volante en las manos.
Me piden dinero. Me piden trabajo. Una mujer  me reprocha que si no tengo manos para meterlas en los bolsillos y darle unos dólares. Se me cae la cara de vergüenza. Soldados brasileños de la MINUSTAH –Misión de Naciones Unidas en Haití- que me miran flipando, mientras fotografío y filmo a unas mujeres que lloran entre los escombros de la Catedral. A sus puertas, un pastor y sus fieles rezan a grito pelado bajo un toldo improvisado. Por lo que observo, Dios no les hace demasiado caso.
Risas, más gritos. Una chica tiende la ropa que ha lavado con el agua salada del mar Caribe – el mismo mar en el que se bañan miles de turistas con la pulsera de all included de su resort- colgándola de  una baranda que se sostiene de puro milagro, entre runas. Se juega la vida cada vez que sube en aquel forjado a medio caer. Le aviso del riesgo y me mira con cara de estar alucinando. ¿Qué me cuenta este garçon?.
Me rajo el pantalón con un alambre de espino. Contemplo el feísimo monumento que por mala suerte no derrumbó el terremoto y que se alza frente al Palacio Presidencial.
Frente a las ruinas de ese mismo palacio, mientras tomo unas imágenes, un joven llamado Jerome se me acerca y me pregunta el motivo por el cual fotografío la casa del Diablo. Atónito -reacciono en menos de un segundo- me doy cuenta al instante de a que se refiere. Aquí el Diablo viste de Prada y se mueve con chófer o con piloto. Mientras, las máquinas que deberían estar sacando escombros como bestias, se ocupan en amontonar espuertas de dólares en los cajones del Presidente. Jerome me habla indignado: “ 3.000 oenegés y mira donde vivimos, como cerdos, entre cerdos”. “Y nuestro Gobierno, sus promesas electorales y su gestión, todo una gran mentira. Todo el dinero que recibimos de ayuda humanitaria, ¿dónde está?. Yo apenas tengo para comer. Vivo entre mierda, tapado por un plástico”. Le doy das gracias, me subo en la moto y le digo a Frednel que se pire de allí como él sabe: volando. Si estoy un minuto más con Jerome le voy a ayudar a montar una revolución en las calles de PauP. Esto no hay quién lo entienda.
Una pareja se besa entre escombros y unos escolares uniformados me gritan: Le blanc, le blanc…!!!
Ya les decía: Una tragicomedia. Entre llantos y risas desesperadas que surgen de la incomprensión, de la locura y el miedo. De la resignación y de sentirse vencido. Acabado.
Pero en Haití hay otra vida. Familias que necesitan un segundo automóvil. Desempleados que sólo buscan caridad, que es a lo que les han acostumbrado las ayudas humanitarias y pasan de buscar trabajo. Será por que saben que no hay.
 Un edificio moderno y luminoso, gigantesco, que se yergue entre chabolas y que la compañía de telefonía Digitel no ha tenido vergüenza en levantar con el dinero de los que sostienen un móvil, que son todos, bajo un techo de lona sobre un suelo de lodo.
Hay, también, cooperantes como Coque, que se emocionan cuando hablan de la escuela que levantan, de los libros que mostraran a los pequeños haitianos como se sale adelante. Que la sabiduría es libertad. De la ilusión de Coque, madrileño y joven, parte un buen, aunque largo , camino que recorrer.
 Fotógrafos como Andrés Martínez Casares, de León, que se dejan la piel montados en burras- motos a lo haitiano- para ilustrar la Historia de este pedazo de isla olvidada. Que le llevan al mundo lo que el mundo se pasa por el forro. Una y otra vez, hasta que este ignominioso planeta llamado Tierra mire de una puta vez en esa dirección.
Lo que les decía en el título de esta entrada: una gran mentira. Aquí miente el Gobierno, miente la comunidad internacional y miente el paisano que nada en la escasez de todo por tal de tener un plato de arroz hervido que llevarse al estómago. Cada uno con sus motivos y muchos sin justificaciones. Que no es lo mismo un pirata que un pescador,  y los dos viven en el mar y del mar. Mentir para justificar un trabajo que no sirve o que sirve de poco. Mentir para ganar un gobierno y un buen puñado de dólares. Mentir, mentir. La gran mentira.

lunes, 21 de noviembre de 2011

CRÓNICAS AMERICANAS | 2ª Parte. Guatemala y la lucha campesina.


  © foto Alfons Rodríguez. Campesinos del valle del Polochic. Armados con machetes y con el corazón en un puño.

Dice Federico, con un cigarro en la mano, entre calada y calada, que la van a liar parda. Y con razón. Llevan 500 años tocándoles los cascabeles. Y ya han demostrado de lo que son capaces. “Si no fuera por mi niña…”. Chupao y tiznao, con dos corazones tatuados en el pecho, los pómulos prominentes y otras cosas que no puedo decir, verlo enfadado debe dar mucho miedo. Se lo digo a usted,  señor Otto.
Pero, comencemos por el principio.

Érase una vez una familia alemana – los Witman – que se estableció en un bello rincón del corazón maya. Polochic se llamaba aquel frondoso y fértil valle guatemalteco. Pasaron los años y su negocio de caña de azúcar los fue haciendo más y más ricos y, por tanto, poderosos. Pero había un obstáculo en su afán por tenerlo todo. Aquellos malditos indios, sus creencias y tierras daban más por culo que el perro del hortelano. Ya saben: ni come él ni deja al amo.
Pues eso. Aquellos indios que, aunque campesinos que se han dejado la vida en aquellas tierras, no merecen más que balearlos o rociarlos. Un estorbo menos. Pim, pam…uno menos. Puaj.
Un grano en el culo del señor Witman: la comunidad de Paraná. Un puñado de familias despojadas de casa, comida, dignidad y derechos. Y allí, solemne, Federico.

Alberto Arce y José Cuc –profesionales como la copa de un pino y con un par de cojones-  y un servidor, nos colgamos las cámaras y nos liamos la manta a la cabeza. Nos plantamos ante los sicarios que protegen la finca del amo, que son los mismos que hostigan, rocían y matan a los campesinos. “No sabemos nada…son ellos los que nos atacan…la pistola? No. No foto”. Pero ellos nos las toman a nosotros para acojonarnos. Nos rodean intimidatorios. Algunos, entre las dulces cañas  con cara amarga, escondidos. El jefe es como un pistolero salido de un Spaguetti Western: Sombrero vaquero, cinturón de balas, pistolón y botas camperas. Da miedo y pena, pienso. Si no fuera por las gafas de sol fresitas, parecería un macho, pero en realidad es más bien un mierda, pendejo, chingón y maricón…matar a sus hermanos. El perro.
Pero lo que no saben, o no les preocupa – gran error-  a los finqueros de Guatemala es que la lucha continúa. Los campesinos están armados. Armados con la razón, el orgullo y el hambre. Y eso es mucha bala para compararla con fusiles automáticos, cartuchos y gasolina. Esa gasolina con que queman las champitas –cabañas- en las que malviven los campesinos.
Mientras el gobierno, generoso y solidario, les entrega a sus lindos inditos una bolsa con comida para un mes. Una bolsa por familia que dura dos días y que llegará cada…no se sabe cuanto. Otra vez Sr. Presi… que es peor el remedio que la enfermedad. Aunque claro, usted de matar campesinos ya sabe rato largo.
El recuerdo y el llanto.
Me voy a ver a unos cuantos ex guerrilleros y ex guerrilleras campesinos. Me gusta que mantengan sus alias de combate aunque dejaran caer las armas hace ya 15 años. Eso los mantiene firmes. Los hombres me cuentan orgullosos que esa es su tierra y que con los pies por delante si los quieren desalojar. Las mujeres, igual de fuertes pero con lágrimas en los ojos, me hablan de que se empieza luchando por un país y acabas luchando por tus hijos y su futuro.
También me doy un garbeo por las plantaciones de palma africana. Esos cultivos tan majos que se están cargando el planeta y alentando al Tercer Jinete a cabalgar de nuevo. Allí trabajan las mujeres, engañadas. Por cuatro duros y amenazadas. Si quieres cobrar tienes que hacer que tus hijos trabajen en vez de ir a la escuela. Si los envías a la escuela no comen. No hay elección, me dicen las mamitas.
Mientras, los finqueros –entre los que hay algún español y algún familiar de Pérez Molina- se llenan los bolsillos de dinero. Se compran yates y se forjan un lugar en el infierno. Pero eso a ellos les da igual. Lo que no les va a dar igual es cuando Federico, Antonio, Petrona, Maritza y todos los demás campesinos, juntos y con el puño en alto, se le planten un día en la puerta de su mansión, los cojan de los huevos y les hagan cantar las canciones de Luís Enrique Mejía Godoy. Lo que yo daría por hacer fotos de ese momento. Lo que yo daría.


 © Foto Alfons Rodríguez. Campesinos de San Miguelito en protesta por los desalojos posando ante la cámara.


(C)DE LAS IMAGENES ALFONS RODRÍGUEZ/PROHIBIDO SU USO/DO NOT USE.