w a l k o n e a r t h es el lugar donde desahogo mi conciencia y aplasto mis frustaciones. También lo hago en otros lugares, pero me pagan por ello...



sábado, 17 de marzo de 2012

CRÓNICAS FILIPINAS III: Una de cal...



(C)DE LAS IMAGENES ALFONS RODRÍGUEZ/PROHIBIDO SU USO/DO NOT USE.


Salimos temprano.
La carretera que deja Kidapawan se encuentra en bastante buen estado. Serpentea hacia el norte, rodeada de campos de arroz y cocoteros. Una mañana espléndida y una luz de aquellas que ilumina apasionadamente el futuro inmediato de cualquier fotógrafo.
Al poco, tras una de las curvas se acaba el asfalto. Una pista polvorienta y obras acaban con el bienestar de mi, hasta entonces,  relajado trasero. Justo en ese instante es cuando le sale la vena de piloto de rally al bueno de Eldmor, el conductor de nuestra ranchera de alquiler.
Aceleramos. A los diez minutos, el medio huevo con una docena de tostadas ingeridos en el “generoso” desayuno de mi guest house ya se ha perdido en la inmensidad de mi organismo, dando botes en algún lugar entre mi talón derecho y el omoplato izquierdo.
Tras unas cuantas curvas y derrapes, varios sustos con cabras, niños y vacas que se cruzan en el camino, observo como unos campesinos labran las terrazas de arroz con sus carabaos, esa especie de obesos e indolentes búfalos de agua que puebla tantos países asiáticos. Decido fotografiar la escena. Además, calculo yo, con la parada se le pasará el brote “raikkonen” al bueno de Eldmor. Nos detenemos.

Hago equilibrios por los estrechos –menos de un palmo de ancho- muros que se desmoronan al pisar y que delimitan las terrazas-piscinas de arroz. Abajo un peligrosísimo fango de 2-3 palmos de profundidad espera mis pulcras zapatillas gore-tex de travesía, anti lluvia, anti viento, anti frio, anti calor, anti baratas, anti rozaduras, ¿anti fango?.
Milagrosamente y sudando a chorros alcanzo la remota y escondida terraza donde están trabajando bestia y hombre, a unos cincuenta metros de la carretera que parecen cincuenta kilómetros.
Me acerco, charlo con el tipo, me sonríe y le sonrío. Con su permiso empiezo a hacerle fotos. Me acerco. Me acerco un poco más. Dijo Capa que una foto no es lo suficientemente buena si no estás lo suficientemente cerca.
Muy listo el Capa. ¿Alguna vez le preguntó a un carabao maleducado y harto de currar, metido en el fango hasta las trancas?. Lo dudo.
Al tercer recorte de distancias –ya le huelo el aliento a la embadurnada bestia- el bichejo decide que es suficiente y me escupe una masa de fango, babas y no sé qué más viscosidad, que dejan mi cámara como las gambas encamisadas y mi cara y manos por un estilo. Nos miramos con la seria intención de no volver a vernos jamás y regreso al coche haciendo equilibrios, con cara de gilipollas. Torpe, ya lo sé.
Limpio mi cámara, le curo las heridas y con su habitual y bondadosa condescendencia me perdona. Le he acariciado tanto el botón del obturador – este botón es como el punto “g”  de las cámaras- que no tardamos en olvidar el desgraciado incidente, envueltos en manoseos y caricias. Además, ella me conoce y sabe que mi torpeza es todo corazón.
Regresamos a la carretera y en menos de cien metros ya estamos otra vez. A toda ostia, surcando baches y rocas, esquivando cabras, niños, ciclistas y carabaos en paro. Ras, Ras!!! derecha! Ras….
El paréntesis parece haber acelerado el estrés de Eldmor. Cruzamos una pista de básquet – el deporte nacional filipino- cuyas canastas están en una  y otra cuneta de la carretera, donde juegan alegres unos jóvenes. Cierro los ojos para no ver la matanza y cuando los abro una gallina sobrevuela con cara de susto el capó de nuestro bólido. Izquierda, ras!!, derecha, ras!!. Los muchachos continúan encestando como si tal cosa.

Mientras tanto, al girar la vista hacia las gentes que pueblan los bordes de la pista, veo como en sus caras se lee un rotundo: “cabrón, míralo como va el blanquito, ahí en su cochazo, tan cómodo y relajado, con su aire acondicionado y sus cristales tintados.”
Pero la verdad es otra. De relajado y cómodo nada. El aire acondicionado es verdad, pero en una de las curvas me parece haber visto un pingüino saltar desde el asiento trasero, donde el doctor Oscar –mi acompañante, experto en nutrición- lleva dos horas debatiendo sin que nadie le atienda. La cabeza me va a estallar a causa de su ininterrumpida conversación. Le he localizado el interruptor pero sólo tiene posición  “ON”, el muy cabroncete. Así que me aíslo sensitivamente y me dedico a esquivar mentalmente gallinas y cabras como quién cuenta ovejas para dormirse. También son dos las horas que  llevo meándome, pero si hacemos otra parada tal vez Eldmor accione una palanca y de la parte de atrás de nuestra pick up salgan unos turbos y unos alerones para acelerar más, si cabe, nuestra marcha. Mejor aguantar.
La experiencia la vivo al compás de Hotel California y otros grandes hits de The Eagles, que suenan sin pausa en el sicodélico “loro” de Eldmor.
Agarrado a mi asiento pienso que no todos los días van a dejar una de arena. Hoy es de cal. Todo marcha bien, no hay hambre, ni guerras, ni violencia frente a mi cámara. 
Tan solo la incerteza de saber si llegaremos a la próxima curva.
Hoy es un buen día…

“ON A DARK DESERT HIGHWAY
COOL WIND IN MY HAIR…”
“…WELCOME TO THE HOTEL CALIFORNIA.”
“SUCH A LOVELY PLACE,
SUCH A LOVELY PLACE…”



 

viernes, 16 de marzo de 2012

CRÓNICAS FILIPINAS II: El libro de Roey.


© FOTO Alfons Rodríguez. El libro de Roey, así es como llamaría yo esta fotografía.

El tipo me grita de muy buen rollo -llamándome para que me acerque- diciendo que el café y el desayuno están listos. Lo hace desde debajo de un cobertizo junto a una casa en ruinas.
Yo asiento y le hago un gesto con la mano, como indicando que ya subo. En un momento. Dejo de filmar y me acerco hasta el nuevo hogar de Roey Siclot. Pero yo estas dos cosas  aún no las sé. Ni el nombre del paisano ni lo del nuevo hogar. Por llamarlo así, generosamente.
Lo primero que hace es estrecharme la mano y agradecer mi presencia con una cámara en medio de toda aquella mierda. Lo segundo es servirme un capuccino instantáneo que me sabe a gloria y a continuación me pide disculpas por tener cada plato, cada taza y cada cubierto de un color y un tamaño diferente.
Joey tiene 33 años, justo el tiempo que ha tardado en conseguir todo lo que tenía hasta hace unas semanas. Para que luego, en una noche, el agua se lo lleve todo. “Los platos de colores es por que me los han dado los vecinos o alguna oenegé que ha ayudado un poco”, me cuenta Roey.
La casa que el construyó codo a codo con su mujer ya no existe, de hecho se levantaba sobre la plataforma de hormigón agrietado desde donde yo estaba mirando la devastación circundante. El resto, paredes, techo y todo lo demás en el interior se ha pulverizado por el Sendong.
“Sobre las 21.30h tuvimos que abandonarlo todo, el agua ya nos llegaba por el pecho y no podíamos aguantar más su envite ”. Bebo un sorbo de capuccino y anoto. Bebe, él,  un poco del suyo y sigue narrando: “Tuvimos suerte, mi mujer y yo escapamos en la dirección correcta, los que lo hicieron hacia Iligan cayeron en un remolino mortal de agua, fango, arboles, rocas y escombros”. Ahí es cuando se atraganta un poco y su mirada delata una violenta angustia. “Vimos cuerpos flotando, sin piernas, sin brazos, sin cabeza… el gigantesco remolino era como una trituradora terrible.” Remuevo mi capuccino y me lo acabo de un trago, no puedo seguir bebiendo, pero tampoco me atrevo a dejarlo en la taza de colorines. Por respeto a alguien que da algo pero que no tiene nada.

Sigo el macabro paseo.
Veo unos dibujos en una tienda de ACH/UNICEF, en la que tratan el trauma de las madres afectadas por las inundaciones. En las hojas de papel se ven aguas turbulentas con gente subiéndose a los árboles y cuerpos flotando por todas partes. Se oyen los gritos en aquellos silenciosos dibujos.
Maldita sea mi estampa. Yo el 16 de diciembre estaba con las compras navideñas. Ellos viéndolas venir. No es que me sienta culpable. Es que me siento impotente.
¿Alguna vez le habéis mirado a  la cara a alguien que ha visto la muerte y el terror en sus narices, que lo ha perdido todo –TODO- en unos minutos y que imagina un futuro igual de negro que el presente?. Es jodido.

Huele mal en la bahía de Iligan. Me meto entre los escombros y alcanzo la playa. La arena está cubierta por enormes troncos y ramas de árboles llegados con la tromba de agua, desde las lejanas montañas. Fruto de mi torpeza me meto en un especie de arenas movedizas hasta las rodillas. Me cuesta salir. Cuando lo hago huelo a demonios. Aquello no era sólo agua y fango. Me cabreo, pero se me pasa al momento cuando veo un libro sobre un tronco. Las hojas pasan solas por efecto de la brisa. La escena es tan bucólica como dantesca pero el simbolismo me arranca una sonrisa. El viento ha hecho pasar página. Un nuevo capítulo. Como la vida que se abre camino sólo con el empuje del viento y la persistencia del ser humano de buena condición. Espero que Roey y su familia pronto pasen página, y que en los siguientes capítulos no haya tormentas ni aguas asesinas.
Ni gobernantes que miren a otro lado.

Nota: Por favor, no dudéis que el libro estaba allí, sobre el tronco. Como si fuera un milagro. Papel seco entre tanta agua. Yo no lo puse para la foto y al menos nadie lo hizo mientras yo estaba en la zona.
 

(C)DE LAS IMAGENES ALFONS RODRÍGUEZ/PROHIBIDO SU USO/DO NOT USE.

domingo, 11 de marzo de 2012

CRÓNICAS FILIPINAS I: Ayer tuve mala suerte...


"2012" la película. A los habitantes de Tibasa, en Filipinas, se les ha hecho realidad.

(C)DE LAS IMAGENES ALFONS RODRÍGUEZ/PROHIBIDO SU USO/DO NOT USE.


El dilatado tiempo de vuelo entre Barcelona y Manila me sirve, entre otros menesteres, para darle vueltas a muchas cosas. Reflexiones trascendentales unas e irrelevantes otras. 
También me permite leer el libro de un colega con el que me marqué un curro hace poco. Fue en Guatemala y el colega se llama Arce, Alberto Arce. Su libro, Misrata Calling,  ha abierto mi mente a ciertas reflexiones, que tal vez comente en este blog en alguna ocasión futura y que seguro que comentaré con él cuando sea el momento. Y no es por quejarse -como me escribe Alberto en la particular dedicatoria de su libro- de una enfermedad crónica que nos acompañará hasta la hora de la siesta, pero esas reflexiones tienen que ver y mucho con esta puta profesión con que se nos ha bendecido y maldecido, al mismo tiempo, a algunos.
Si dejamos los prólogos para los libros y vamos directamente al grano –con pus en este caso- les diría que ayer empecé a trabajar en Mindanao. Les diría, además, que ayer tuve mala suerte.
Y les diré, efectivamente, que ayer tuve mala suerte. 
Porqué mala suerte es tener que ver lo que vi aunque yo lo haya escogido de ese modo. Un bonito paisaje, un bello emplazamiento tropical, rodeado de suaves colinas tapizadas de verde por el que discurre un tranquilo rio de aguas a simple vista transparentes y de las que, eso si,  hay que desconfiar. Un pacífico paraje en el que hace apenas diez semanas se levantaba un pueblo de unas 500 casas y 500 familias. He utilizado el pasado al conjugar el verbo levantar. Deliberadamente.
Una Tormenta tropical, la Washi, aquí conocida como Sendong, se llevó por delante el pueblo entero y a muchos de sus vecinos -en toda la zona 1.400 muertos- junto con sus historias de vida ahora archivadas en legajos sucios de fango con forma de plato roto,  botella vacia, sujetador rojo, cartera escolar de niño, camiseta de Superman, bota de agua cursi, la mitad de una letrina, cepillo de dientes y un largo etcétera de cosas por el estilo.



  Una niña sin escolarizar, en el campamento de desplados por el Sendong.  Dibuja, junto a un amigo la casa que perdió por la impasible crueldad de la tormenta.
© Foto Alfons Rodríguez

Un niño, con casi la edad de mi hijo y que se llama como yo rebusca, entre las tumbas de las ahogadas historias de vida, pequeños trozos de metal para revender. Es parco en palabras, pero es que allí y ahora hay poco que  decir. Basta con echar un vistazo superficial para  darse cuenta. En el barangay –pueblo- de Tibasak, así se llama lo que queda del enclave, se han acabado las palabras y en muchos casos la ilusión y la alegría.
Ahora sólo queda un páramo en el que la humedad ha hecho crecer las malas hierbas y en el que el fango se ha convertido en el manto que cubrirá para siempre la esperanza de muchos miles. Un amasijo de polvo, escombros, fango, restos de objetos íntimos  y miedo. Mucho miedo a la próxima vez que el cielo entero caiga de nuevo sobre aquellos que han sobrevivido. Para que nos entendamos: que llueva sobre mojado.

Me contaban unas vecinas que  la gente se subía desesperada a los árboles cuando el agua empezó a llegar al cuello, que los tejados volaban cual cometas al viento y que un perro negro salvó a una niña de 6 años para después morir exhausto en una orilla cualquiera. Una de esas vecinas, con lágrimas que no filmé ni fotografié, me decía que su hermano todavía no ha aparecido. Quise decirle “ni lo hará, señora, acéptelo, lo siento mucho...”, pero me faltó valor. Es uno de los 1.400.

Rebuscando, como perro hambriento pero con cámara fotográfica, por entre los restos para poder después explicar que triste y sórdido es aquello, encontré una casa enterrada en el fango. En una de sus habitaciones había un armario y en su estante un DVD de la película “2012”, un tostón catastrofista que explica como se acaba el mundo según los mayas, sin haberle preguntado a los mayas. A la entrada a la casa, cuyo dueño se llevó el agua, otro DVD semienterrado dejaba entrever la cara de Nicolas Cage. Es el disco de la película WTC, que narra los hechos del ataque terrorista a las Torres Gemelas de NYC. Todo desgracias, vaya. Unas de verdad, otras de mentira. Unas lejanas y otras de antes de ayer.
Lo que para unos es Hollywood y palomitas para otros es el final, terrorífico y real, de una existencia ya parca en alegrías por si misma.
Y mientras, el Aquino de turno envía kilitos de arroz - uno por semana y familia- para alimentar el desaliento y la desesperanza. Porque otra cosa ya les digo yo que no alimenta. Me cuentan otros lugareños que nadie a  venido a preguntar o a explicar nada y que aquello de “ya se lo harán, tú, a mi que me cuentas” parece ser aquí la muestra típica de solidaridad. Suerte a las ONG que vuelven a estar, una vez más, donde tienen que estar. Y esto es mi opinión, que conste. Aunque yo opino despues de ver, preguntar y  constatar. Eso si que lo tengo.




La gigantesca estructura de acero y hormigón armado de la bomba que suministraba agua  a toda la región se quebró como si fuera de papel por la fuerza del agua. Durante más de 2 semanas decenas de miles de personas no tuvieron agua corriente.
© Foto Alfons Rodríguez


Ya estoy hasta los mismísimos de ver una y otra vez lo mismo. Gobiernos del Aquino de turno que anuncian en las páginas de sus diarios de papel mojado como crece la economía, como se construyen carreteras y se levantan rascacielos que lo flipas. Coleguita.
Como se obtienen beneficios de la minería, como se ha cambiado la flota de vehículos de los ministros y como se edifican malls que parecen centrales de la NASA. Como muchos vejestorios adinerados, con pelucos de oro, salen de sus carísimos bólidos con veinteañeras tope fashion de pago y como los niños piden pasta en los semáforos. Joder. ¿Y qué pasa con la gente de Tibasak?. Que hay muchos Tibasak en el mundo y ningún gobierno se acuerda de ellos.

Sólo añadiré que Filipinas es el país más castigado del mundo por desastres naturales, entre volcanes, tifones, tsunamis, terremotos, tormentas tropicales y toda esa mandanga. Son 7.107 islas que no han escogido estar donde están y que la Tierra no la ha inventado ni diseñado nadie. Es así y su metabolismo geológico devora lo que se le cruza en el camino. Tampoco han escogido vivir allí los filipinos que lo hacen. Tal vez no puedan irse, no tienen esa suerte.  Y, además, es que es su tierra y punto.
Por ello y ya que aguantan, nunca mejor dicho, el chaparrón día si y día también, que costaría ser un poco más solidario, rápido y resolutivo, se lo digo a usted, -que sé que no me oye pero que  tampoco me escucharía si lo hiciera- Señor Benigno Aquino. Haga honor a su nombre y acuérdese de los vecinos de Cagayan de Oro y de Iligan. Que usted tiene paraguas, pero ellos no pueden ni siquiera  comprarlo. 
Al fin y al cabo es una cuestión de ricos y pobres. Como casi siempre.